Para aquellos
de nuestros lectores que hayan saludado, siquiera sea de corrida, la ciencia
matemática, no serán desconocidos los nombres de Laplace, Newton, Gauss y
Cauchy. Y, fenómeno singular. Estas lumbreras del saber, estos genios que tanto
han enaltecido la dignidad humana, llegando a los más altos grados en la investigación
de la verdad, han sido firmes e intransigentes creyentes. Bien dijo un filósofo
que si la poca ciencia aparta de Dios, la
mucha ciencia nos aproxima a El. Quizá esto no lo entiendan aquellos
peregrinos ingenios que, no sabiendo más que encontrar algún hiparión, claman y
vocean en Países, y Liberales. Paciencia, y por si acaso encomendar la taza y
media de tila que han de necesitar para digerir lo que sigue.
Dice en su
Plutarco moderno el ingeniero señor Echegaray que «Cauchy por sus facultades creadoras,
si no es el primer geómetra del mundo, tampoco es el segundo». En efecto; la
labor de ese sabio es inmensa; su genio invadió con desbordamiento poderoso
toda la ciencia matemática y toda la física superior; la teoría de los números,
las funciones simétricas, las ecuaciones diferenciales, el cálculo integral,
las imaginarias, la teoría de la elasticidad, la óptica con sus maravillosas
teorías de la luz y vibraciones del éter, la astronomía, etc., etc., todo fue
abarcado por aquel coloso de la inteligencia. El dio cimiento a cuanto se había
creado de más sublime desde Newton acá. Fábrica era todo lo anterior fundada en
el vacío; Cauchy le puso cimiento de granito.
Agustin Louis Cauchy |
Vamos a ver
ahora las logias en que aprendió tanta superstición, dejando hablar al mismo
Echegaray:
«Cauchy fue un
espíritu eminentemente religioso: un católico a toda prueba: lo primera era la
fe de Cristo; después, y a distancia infinita, como grano de arena ante el
cielo inacabable, el cálculo integral. La revolución francesa aún regía, la
diosa razón aún imperaba, y la juventud francesa era atea o racionalista. Y,
sin embargo, Cauchy, a la edad de diez y seis años, en el dormitorio general de
su colegio, arrodillábase al pie de la cama en medio de sus descreídos compañeros.
Siempre dulce y cariñoso, pero siempre inquebrantable en su fe. Salió de la
escuela de ingeniero de caminos con el número 1 y fue a Cherburgo destinado a
las grandes obras que el emperador había emprendido en aquel punto. En el fondo
de su maleta iban junto con la mecánica de Laplace y las funciones analíticas
de Lagrange, un Virgilio, del que Cauchy, gran latino, era admirador, y el
sublime libro de Kempis La imitación de
Cristo.
»Alguien ha
comparado a Cauchy con Pascal, por su genio y su fe; pero la comparación no es exacta.
Como matemático, Cauchy es inmensamente superior a Pascal; como creyente,
Pascal duda, se irrita; su razón derrama torrentes de claridad y él se complace
en humillarla pisoteando contra él todos los rayos esplendorosos de su luz; el
demonio de la duda le muerde, el escepticismo le devora, y enfermizo, delirante
y atormentado, su vida se consume en su propio fuego. Cauchy, en cambio, es
dulce, tranquilo, sereno y plácido. Jamás duda, emplea su razón en las grandes
creaciones, sabiendo que su creación es un destello de la divinidad; la fe
antes, la razón después, el bien y la verdad, dos hemisferios de un mismo sol,
alrededor del cual gira como planeta sublime adorándolos alternativamente.
»La caridad de
Cauchy era tan grande como su ciencia, y siempre sacrificaba (hermosas palabras) su vanidad de sabio a
su compasión de cristiano. Él va de puerta en puerta como un mendigo pidiendo
limosna para los irlandeses católicos; él trabajó más que nadie en la obra de
San Francisco de Regis; él toma parte activa en la reforma de las prisiones; él
se afana por crear un amparo a los pequeños saboyanos; él es el alma de las
conferencias de San Vicente de Paúl.
»De esta
suerte la caridad, con la religión, teniendo la ciencia por compañera, absorben
de continuo una actividad prodigiosa. La caridad nunca se separa en él de la
religión; su razón es inmensa, poderosísima, pero nunca es Juez Supremo, sino
modesto delegado del gran Juez.»
No podemos
seguir, como fuera nuestro deseo a Echegaray, en sus arrobamientos poéticos en
loor del insigne Cauchy; la índole de estos artículos nos lo impide. Creemos
que bastarán las líneas anteriores para que se vea vivo y palpitante el genio
de tan ilustre geómetra. Pero hay una circunstancia que no ha de pasar desapercibida.
Satanás, espíritu de las tinieblas, no puede ver la luz, y no es raro que una
luminaria tan esplendorosa irritara a las logias masónicas. Y así fue, en
efecto. Se hallaba el pacífico ingeniero explicando maravillosamente su cátedra
de Física matemática en el colegio de los Padres Jesuitas de París (¡habrá
oscurantistas!), cuando la revolución de 1830, al par que arrojaba a aquellos
religiosos, sin duda para que no siguieran difundiendo la ignorancia, pretendió obligar a Cauchy a que prestara juramento a
las ideas liberales.
Pero en vano;
antes que jurar un régimen que su conciencia rechazaba, sin vacilar un punto,
lo sacrificó todo: cátedra, academia, posición oficial, porvenir y hasta su
familia, y abandonando su ingrata patria, pasó a Turín. Después de doce años de
destierro vuelve a París, y cuando, otra vez instalado en cátedra, se disponía
a seguir pacíficamente sus estudios sobre la luz, he aquí que aquellos
defensores de la libertad (¡qué irrisión!) le obligan a abandonarla o faltar a
su conciencia. Esta historia es la de siempre, y desgraciadamente han sido
muchos los ejemplos que en nuestra patria hemos tenido de este modo de entender
la libertad. Fuera otra vez de Francia y ya anciano, continuó ignorado, hasta
que elegido Napoleón emperador de los franceses, pudo regresar por última vez
para morir en su suelo patrio.
Terminemos
como empezamos esta tan interesante biografía con este significativo párrafo de
Echegaray:
«Para que a
Cauchy se le haga justicia completa, hay en su vida un obstáculo casi
insuperable. Si su ciencia monstruo se impone, sus ideas y creencias excitan la
encarnizada enemiga de los que no piensan como él; por eso mordieron en él más
de una vez la envidia y la pasión.»
Ya lo saben
los inconmensurables sabios del librepensamiento ¡La envidia y la pasión es lo
que mueve a los enemigos de la
Iglesia a negar los méritos de los sabios que han florecido
en ella! En cambio, en los campos de la masonería, cualquier Odón de Buen o
Rubau Donadeu tiene derecho a tenerse por lumbrera. ¡Y váyase lo uno por lo
otro!
JOSÉ MARÍA FUSTER
El Áncora: diario católico de Pontevedra
Num 1167. 1 de julio de 1901.
Digitalizado
en el presente formato por J. M. Ramos. Pontevedra 2012.