Durante
meses, la flota romana asediaba la ciudad de Siracusa. Situada en la isla de
Sicilia, constituía un enclave fundamental para el control del tráfico marítimo
entre la península y el norte de África.
Transcurría el año 214 antes de Cristo. El general Marco Claudio
Marcelo comenzaba a desesperar. Las dudas acerca del éxito de su empresa
comenzaban a hacer mella en su moral, viendo como no se cumplían las
expectativas que en él había depositado el César. Su ejército también comenzaba
a dar señales de impaciencia y no se podía permitir más bajas. Jamás pudo
imaginar que aquel pequeño reducto podía haber resistido de aquel modo ante el
mayor y más poderoso ejército del mundo.
Aquella pequeña ciudad costera al sur de la
isla, no sólo se defendía, sino que atacaba con unos medios que desconcertaban
a los estrategas romanos. Un día, unas bolas de fuego catapultadas desde el
interior de la urbe, habían sido tan efectivas, que veinte de las cien galeras
que se alineaban desafiantes ante las murallas, fueron destruidas o seriamente
dañadas. Marcelo y sus centuriones tuvieron que hacer uso de movimientos de
dispersión al azar, azuzando con violencia a los esclavos que se encontraban
remando en el interior de las naos. Tras la lluvia de aquellas rocas
incendiarias, la flota tuvo que retirarse a alta mar para evitar ser alcanzada
por los proyectiles. Los esclavos, cuyo cometido era remar, quedaron tan
extenuados que se necesitaron más de tres días para recuperarse del esfuerzo y
de las heridas infligidas por el inclemente y furioso látigo del timonel.
Trascurrieron varios meses hasta reparar los daños materiales en los barcos,
los morales en la tripulación y los físicos en los remeros.
Marcelo, para
evitar que sus embarcaciones fueron fácil objetivo de las catapultas, optó por
dispersar las galeras, manteniéndolas alejadas lo suficiente para que la
probabilidad de ser alcanzadas por las rocas ígneas se minimizase. Pero la sorpresa
de los romanos fue mayúscula cuando desde las murallas de la ciudad asediada,
pudo observar unos resplandores tan intensos que, mirados directamente, cegaban
a los hombres, impidiéndoles dirigir la mirada hacia aquellos brillantes puntos
que tenían su origen en lo alto de las torres de la ciudadela. Cuando todavía
no habían salido de su asombro, los velámenes de las galeras comenzaron a
arder, provocando el caos entre la tripulación. De inmediato los barcos
alcanzados por aquellos rayos se veían envueltos en llamas, pues la brea con la
que la que se encolaban los tablones de madera de los cascos, era una sustancia
muy incendiaria. Los esclavos, atrapados en las bodegas, proferían horribles
gritos; las cadenas que ataban sus tobillos al banco donde remaban, les
impedían huir del fuego y morían abrasados. La tripulación se arrojaba al agua
por la borda, tratando de ser rescatados por otros barcos que a su vez
comenzaban a arder por el arma letal proveniente de las atalayas de Siracusa,
allá en tierra firme.
Tras horas de caos y agonía entre la flota
romana, el mar se encontraba salpicado, aquí y allá, de cadáveres de romanos y
fragmentos de madera carbonizada flotando en las tranquilas y cristalinas aguas
del Mediterráneo. Una vez más, Roma había sido humillada.
La conquista
de Siracusa se convirtió en la prioridad del ejército romano, pues el poderío
del mayor imperio del mundo estaba quedando en evidencia por un puñado de
defensores cuyo armamento tenía desconcertados a los más preclaros militares e
ingenieros de la ciudad más importante del mundo.
Lo que en
principio parecía una campaña rutinaria, acabó convirtiéndose en la mayor de
las pesadillas del general Marcelo, cuya valía como militar estaba comenzando a
ser cuestionada en el Senado capitalino y sobre todo por él mismo.
Era necesario
descubrir quienes estaban detrás de aquella maquinaria bélica impropia de aquel
pequeño reducto en una isla ya plenamente conquistada. Siracusa era una ciudad
insignificante. No tenía más relevancia que su posición estratégica en el
Mediterráneo, pero su rey, Hierón, era valiente y debía contar con asesores e
ingenieros excepcionales.
Marcelo optó
por enviar espías a tierra. Estos lograron averiguar que las catapultas que
habían diezmado la flota habían sido construidas con una precisión cuyos
cálculos de construcción y eficacia, estaban por encima de la ciencia y
tecnología de la época. También descubrieron que los rayos cegadores que
envolvieron en fuego lo que las catapultas habían dejado indemne, formaban
parte de un complejo sistema de espejos que concentraban la luz del sol
dirigiéndola a voluntad al punto que deseaban.
Era
fundamental buscar al autor de aquellas maravillas y a ser posible capturarlo
con vida para llevarlo como esclavo a Roma. Allí, los ingenieros romanos
sabrían hacer uso de sus conocimientos para mayor gloria del César y del
Imperio.
Una vez
conocidas las causas de su derrota, Marcelo supo que la única solución para
evitar una nueva derrota sería un ataque nocturno. La oscuridad evitaría ser
vistos por los defensores que tan bien manejaban las certeras catapultas, y los
espejos serían inservibles mientras el astro estuviese oculto.
Así pues, una oscura noche, donde ni siquiera
la luna alumbraba el firmamento, desembarcó con sus tropas a unos kilómetros de
la ciudad. Sigilosamente, una columna formada por los mejores legionarios de
Marcelo, recorrieron la corta distancia que los separaba de las infranqueables
murallas. La estratagema tuvo el éxito deseado y la conquista de la ciudad fue
cuestión de horas, debido a lo sorpresivo del ataque y a la relajación de los
defensores, acostumbrados a espectaculares y fáciles victorias.
Amaneciendo, y en el fragor del pillaje de la
soldadesca vencedora, un centurión observó a un anciano que se mantenía ajeno
al ajetreo que se desarrollaba a su alrededor. El hombre, de barbas blancas y
cubierto con una simple toga, escribía en el suelo unos símbolos con una rama
de olivo. Estaba absorto en una especie de meditación que más parecía locura.
El soldado, en efecto pensó que aquel inofensivo anciano estaba loco. ¿Cómo
podía ignorar la presencia del gran ejército romano y los desesperados gritos
de sus conciudadanos que estaban siendo pasados por las armas? Irritado por la
actitud desdeñosa de aquel hombre, el soldado le ordenó que se levantase. Se lo
tuvo que repetir tres veces, alzando la voz y con arrogancia. El anciano,
volvió la cabeza y dijo con acritud, acostumbrado al respeto de sus
conciudadanos: ¿Cómo osas interrumpirme durante mis cálculos? El iracundo
centurión, ante tamaño agravio, levantó su espada y con movimiento veloz segó
la cabeza de aquel hombre que cayó brotando sangre sobre las figuras
geométricas dibujadas en el suelo.
Arquímedes de
Siracusa, responsable de tantas victorias sobre la flota romana, acababa de
dejar al mundo y comenzaba su glorioso periplo por la historia de la Ciencia.
Cuando
Marcelo se enteró, castigó al centurión y lamentó mucho la pérdida de aquel
sabio, reconociendo la valía de sus descubrimientos.
Aquel loco
que antaño había salido corriendo desnudo por las calles de Siracusa gritando Eureka, o que había sido el más fiel y
leal súbdito del rey Hieron, descubriendo que el orfebre, al que el monarca
encargó su corona, había sisado parte del oro entregado y sustituido por una
aleación de un metal inferior, murió decapitado a manos de un soldado del
ejército romano.
Siracusa fue
tomada, pero los trabajos y hechos de Arquímedes permanecieron en la memoria de
los hombres y hoy es considerado como uno de los más grandes sabios de la antigüedad.
José
M. Ramos González
Pontevedra,
11 de febrero de 2012