Era una gélida
noche danesa del 7 de diciembre del año del Señor de 1602.
Tycho Brahe se
encontraba en la atalaya del castillo Knutstorp que había pertenecido a su
familia desde generaciones. Tycho había acondicionado aquella torre, la más
alta de la noble mansión, para instalar en ella su observatorio astronómico.
Allí pasaba largas noches de vigilia, en las que la vista del firmamento era
diáfana, obsesionado por el absorbente misterio de la infinitud del cosmos.
Cuántas veces maldijo las nubes que le impedían ver las estrellas. La claridad
de la luna también eclipsaba sus observaciones, pues el fulgor de los astros
lejanos desaparecía, pero al menos se consolaba con la contemplación del
satélite horadado por múltiples cráteres y conjeturar algunas de sus
propiedades.
Durante su
juventud, un carácter díscolo y pendenciero, que se veía fortalecido por cierta
inmunidad adquirida ante las autoridades por su noble cuna, le había acarreado
más de un problema. En una de esas frecuentes veleidades, había perdido parte
de su nariz batiéndose en el terreno del honor con otro joven matemático, por
el mero hecho de que ambos pretendían para sí la supremacía en el manejo de la
ciencia de los números.
Para evitar la
exposición de la cicatriz que desfiguraba su rostro, se hizo construir una
placa de oro y utilizarla a modo de elemento ortopédico. Ese fragmento de metal
dorado en su cara, le fue confiriendo con el paso de los años un aspecto más
respetable por unos y más temido por otros. No obstante, aunque su carácter
todavía seguía dando muestras de esa irritabilidad juvenil, se había ido
mitigando dedicado al estudio y a la meditación. La ocupación de sus
investigaciones lo alejaba de los frívolos problemas que antaño le parecían
relevantes. Ahora casi no salía de su castillo, evitando de ese modo cualquier
tentación mundana.
De este modo,
la preocupación por su aspecto físico no rivalizaba ni un ápice con sus ansias
de conocimientos. La visión del firmamento y esclarecer sus misterios constituían
su absoluta prioridad. Por otra parte, su desahogada posición económica le
había permitido trabajar, codo con codo, con los mayores genios de la época.
Solicitó, entre otros, la presencia del gran astrónomo Johannes Kepler, que
acudió solícito a su llamada. Con frecuencia recurría a la ayuda de los más
reputados hombres de ciencia, entre los que se encontraban espléndidos
calculistas, porque las operaciones con los datos astronómicos se le hacían en
exceso arduas, debido a la magnitud de las cantidades con las que trabajaba.
Los procedimientos de cálculo existentes eran insuficientes. Cualquier mínimo
error provocaba una desviación tal en los resultados finales, que las
conclusiones resultaban completamente desvirtuadas, arrojando por la borda
horas y horas de prolijo trabajo.
Aquella noche
parecía particularmente huraño. Se avecinaba una tormenta y pronto vería
interrumpidas sus observaciones. Ensimismado en sus pensamientos, recordó haber
oído rumores de que un escocés había inventado un método de cálculo que podría
simplificar sus tediosos trabajos. Se decía que aquel hombre realizaba
operaciones muy áridas, con mucha rapidez y una gran fiabilidad. En un primer
momento, no dio excesivo crédito a la noticia. Podía tratarse de otro excelente
calculista, pero él ya tenía consigo a los mejores. Aun así, se dijo que nada
perdía con intentar averiguarlo.
Al día siguiente
realizó todas las gestiones necesarias para obtener un nombre y una dirección.
El sujeto se llamaba John Napier y residía en la antigua ciudad escocesa de Edimburgo.
Tycho envió emisarios a buscarlo de inmediato. Mientras aguardaba la llegada de
su invitado, fue recabando información sobre aquel caballero. Resultó ser un
hombre de noble cuna, aficionado a las matemáticas y según se decía, un poco
excéntrico. Dedicado al estudio de los Evangelios, en particular al Libro del
Apocalipsis, había predicho a bombo y platillo el fin del mundo para finales
del siglo XVII, utilizando algoritmos de su propia invención.
Cuando Tycho
se enteró de los trabajos de Napier y de sus pronósticos, más propios de un
brujo o un alquimista que de un científico, se arrepintió de su invitación,
considerándolo un farsante. Pero era demasiado tarde. Su huésped ya hacía días
que había partido de Edimburgo y estaba a punto de llegar.
Una vez que
Napier se presentó ante Tycho, este último lo recibió con cierto desdén, pero
decidió someter al recién llegado a una prueba, para que el largo viaje no
fuese en vano, si bien Tycho era generoso y recompensaría el esfuerzo.
Introdujo
al escocés en una amplia estancia cuyas paredes estaban cubiertas por
estanterías repletas de libros. Nadie podía precisar de que material estaba
hecho la mesa de Tycho, tal era la cantidad de pergaminos y objetos que
ocultaban su superficie de un modo absoluto. En una esquina se veía una maqueta
del sistema solar heliocéntrico de Copérnico. El sol era un globo de vidrio que
contenía en su interior un soporte para tres velas que, encendidas, iluminaban
la gran mesa de estudio del astrónomo. Al fondo, en sendos escritorios más
modestos, dos hombres se encontraban trabajando en la realización de los
últimos cálculos en los que Tycho había estado enfrascado a raíz de sus últimas
observaciones.
Tycho pidió a
Napier que calculase el valor de 1,23 elevado a 0,4. Era sabido que esa
operación equivalía a obtener la raíz quinta del cuadrado de 1,23. No obstante
resultaban desconocidos los algoritmos para obtener raíces de índices primos
superiores a tres o, en su defecto, los métodos de aproximación eran tan
complicados, que el tiempo invertido en obtener un resultado era
desmoralizador. Los calculistas de Tycho utilizaban sistemas de interpolación
que no siempre garantizaban resultados satisfactorios por los inevitables
márgenes de error en los que incurrían.
Ante la
demanda de su anfitrión, Napier, haciendo gala de la flema típicamente
británica, abrió cuidadosamente el libro que siempre llevaba consigo. Aquel
libro contenía multitud de cifras dispuestas ordenadamente en tablas que él
mismo había elaborado. En un papel multiplicó 0’4 por el valor que en sus
tablas se asociaba a 1,23 que resultó ser 0,0899. Escribió el valor del
producto, 0,03596. Volvió a consultar su libro y buscó esa última cifra que
estaba alineada en sus tablas con 1,086. Sin vacilar ni un solo instante,
Napier dijo a Tycho que el resultado pedido era 1,086. Tycho quedó sorprendido
por la rapidez del cálculo. Napier había resuelto en treinta segundos una
operación que sus ayudantes tardarían casi una hora en realizar de forma
aproximada. Ante su escepticismo y asombro, hizo señas a los escribientes que
se encontraban en la estancia, al objeto de verificar la exactitud del valor
que Napier había dado por válido.
Mientras los
calculistas procedían a la comprobación, Tycho mostró a Napier su observatorio
y le explicó sus trabajos. Al cabo de una hora regresaron a la estancia y los
dos ayudantes de Tycho, con los ojos desmesuradamente abiertos, hicieron un
gesto de afirmación ante un alborozado astrónomo que veía como sus problemas
podrían comenzar a resolverse.
Tycho preguntó
a su invitado:
– ¿Habéis
hecho ese cálculo con una simple multiplicación y la ayuda de ese libro?
– Así es,
señor.– contestó Napier con humildad.
–¡Dios mío!
¿Qué son todas esas cifras maravillosas que contienen esas páginas? – preguntó
un entusiasmado Tycho.
– Yo las llamo
logaritmos, señor.
Los logaritmos de John Napier no dejaron de
utilizarse hasta la aparición de la calculadora electrónica.
La deuda que los matemáticos y todas las
ciencias y actividades humanas basadas en el cálculo matemático, tienen con
John Napier, es enorme y nunca ha sido suficientemente ponderada.
José
Manuel Ramos González